Joaquín Sabina se sorprendió por el fervor que desata en Argentina, además de confesar que cantar en estadios le da un poco de miedo.
A pocos metros de donde se vendieron los móviles que hicieron detonar la estación Atocha, Joaquín Sabina come una paella con Jimena. Está en la vereda, en su barrio de siempre: Tirso de Molina, casi al límite de Lavapiés. Entre el desfile de inmigrantes africanos, cada tanto se cuela un español. Las calles multicolores de Tirso de Molina tienen esos encantadores rasgos babélicos. Nadie reconoce a Sabina; y si lo reconocen, la cosa no pasa de un saludo gentil pero distante, cero invasivo. Estamos en Madrid, son casi las cuatro de la tarde y Jimena —su mujer, una peruana joven y simpatiquísima que le lleva la agenda, la carrera y, parece, la vida— propone: “En una hora en casa, ¿si?”.
La casa queda en la calle Relatores, a cuatro cuadras del boliche de la paella. Uno podría suponer —por las letras de las canciones, por declaraciones periodística o por puro prejuicio— que la casa de Sabina sería despojada, que correspondería a la idea de que cuanto menos se tiene más libre se es. Error: el piso de ese edificio construido en 1920 es lo más parecido al piso de un profesor de literatura. Miles y miles de libros (”la última vez que los conté había doce mil”, dirá), decenas de objetos antiguos (lámparas, muñecas, sillones, maniquíes) y fotografías con famosos por todos lados como si fuera —tal vez lo sea— un entusiasta cholulo. Sabina joven, con sombrero bombín, Sabina viejo, en escenarios, en fiestas, con Silvio Rodríguez, con Zapatero, con García Márquez, con Aristarain, con Fito Páez, con Charly García, con Ana Belén, con Pablo Milanés, con Serrat, con los príncipes Felipe y Leticia…
En otra sala hay un billar, en otra “un ordenador” y, más allá, un cuartucho acústicamente aislado que sirve de pequeña sala de ensayo. El piso es grande pero está colapsado. “Al final pudimos comprar el apartamento de arriba. Está en obra, ¿quieres verlo?”, invita Jimena. En la puerta de madera que da al palier perduran marcas de golpes con el taco de un zapato de una fan argentina demencial, que una noche quiso entrar a la fuerza.
Al rato, la entrevista. Como atrincherado, Joaquín Sabina se ubica en un sillón, se sirve un violento vaso de whisky, enciende el primero de los varios cigarrillos negros que fumará, sonríe y dice: “Tú dirás”.
Siempre pensé que eras un tipo de andar con lo menos posible. Con una valijita. Una especie de beatnik.
Lo fui durante mucho tiempo. Pero desde que vivo aquí, hace ya 16 años, empecé a juntar cosas. Estar rodeado de libros me ha gustado siempre. Pero antes mi vida era bien desorganizada: cambiaba de casas y los dejaba olvidados. En una época leía un libro, lo terminaba y lo tiraba por la ventana. Na da que ver con este acumulador. De hecho, me compré el piso de arriba por los libros.
En los últimos años se te ve más conectado con la literatura.
Sí, bueno, escribí una colección de sonetos y me hice de muchos amigos escritores. Y los escritores son muy bibliotecarios, hablan todo el tiempo de primeras ediciones y esas cosas. Y yo para joderlos he comprado primeras ediciones.
¿Qué rincón de la biblioteca frecuentás más?
Ahí, donde está mi César Vallejo del alma. Lo releo todo el tiempo. La semana pasada conseguí en un anticuario de Lima una edición de Los heraldos negros, de la que se hicieron nada más que 500 ejemplares, todos firmados por él.
Fetichista total, se le ilumina la mirada cuando habla de ciertos libros. Muestra otro rincón, el argentino. Hay una mezcla feroz: libros de Neustadt y de Lanata, mucho Borges, Gelman, Valdano. Y su mayor orgullo: “Raúl González Tuñón. Todos esos libros de Tuñón los compré en la calle Florida. Casi tengo que pedir una carretilla. Hasta me dio un poco de vergüenza porque, además, estaban baratísimos”.
De la cocina llega un maullido agudo: la gata de la casa, Judas, tuvo cría hace una semana; Elvis, el macho, angora, se desliza con sigilo entre estantes. Hay algo borgeano en la imagen de ese gato en esa biblioteca. “Ibamos a regalar los cachorros, pero ahora estamos dudando. Nos encariñamos”, dice Sabina.
Tienes 57. Después del problema que tuviste, ¿empezaste a ver las cosas de otro modo?
Sí, claro. Dejé la coca y regresé a la actividad con cierta cautela. Estuve cuatro años sin tocar. Ahora estoy muchísimo mejor. Pero igual pienso en la muerte. Desde niño, la muerte me da pavor. Por otra parte, en nuestros países los muertos y los moribundos cantan mejor que los vivos. Es el único modo que tengo de explicar el lío que se armó en la Argentina.
¿Cómo es eso?
Bueno, los moribundos cantan mejor. Igual mi relación con la Argentina es muy fuerte. Yo no quería tocar en estadio. Los dos shows en la Bomboneras me parecen un disparate. No quería tocar en un sitio grande dos días seguidos. Me da miedo, mucho miedo. Pero bueno, ya estoy metido en el lío. Ocurre que cuando vi que se vendió tan pronto la primera Bombonera, pensé que había más gente que me quería ver y que esa gente merecía mi esfuerzo.
¿Tanto más dificil es actuar en un estadio?
Sí, la presión es más grande, uno tiene un poco que sobreactuar. Tenés que dejar la piel. Y dos días seguidos se hace duro.
¿Es tan como decís tu relación con Buenos Aires? Siempre eres sospechoso de demagógico.
Es así. Cuando la conocí fue como haber conocido la ciudad de mis sueños: llena de cafés, de librerías abiertas toda la noche, de minifaldas. Conté muchas veces que saliendo de algo muy parecido a un burdel a las seis de la mañana, me tomé un taxi y el taxista era un estudioso de la teología de la liberación… Eso es Buenos Aires para mí.
¿Te interesan las críticas?
Mucho
¿Lees las buenas y las malas?
Las buenas las leo por arriba; las malas, con mucha atención. Trato de ver si tienen razón y si tienen razón… me cago en su puta madre.
“Alivio de Luto” fue el disco de tu recuperación… ¿De qué van las nuevas canciones?
Son más de carretera. Cuentan más historias, son menos introvertidas. Están escritas en mitad de una gira de 100 conciertos. No tienen el reposo de las de Alivio de luto. Son más frescas, más vivas.
¿Creés que te estás debiendo “el” disco?
Sí, sí. Será el próximo… o va a tardar mucho. Me falta el disco brillante. Como fue el Mediterráneo de Serrat, que todas las canciones eran buenísimas. También fantaseo con hacer una comedia musi cal. Reúne tres cosas que me gustan: el espectáculo en sí, contar una buena historia y la música.
Hay una película, “Afterlife”, en la que la gente tenía que elegir un único recuerdo para llevarse a la eternidad después de muerta. ¿Cuál elegirías?
Lo tengo clarísimo. La primera vez que salí de mi pueblo, llegué a Granada y me dieron una llave. Me la dio la dueña de la pensión. Una llave. Es decir: podía volver a la hora que quisiera. No estaba mi padre para vigilarme. Tenía 17 años. Era pleno franquismo y mi padre era comisario de policía.
Una pregunta doble: ¿por cuál canción pensás que te van a recordar y por cuál te gustaría que te recuerden?
Yo siempre he fantaseado con que me tocaran las orquestas, las orquestas de baile, de pueblo. Y eso me ha pasado sólo con una: Y nos dieron las diez. Y lo otro… Me gustaría que me recuerden por Corre dijo la tortuga.
¿Por qué?
Fue la canción preferida de mis hijas, Carmela y Rocío, cuando eran pequeñas.
Suena el timbre, aparece Jimena, Elvis se despereza y Joaquín Sabina -voz pastosa, risa guarra, vaso en mano- va hacia la puerta. Es el cartero, que quiere un autográfo para quién sabe quién. Sabina firma resignado y aprovecha para dar por terminada la entrevista. Pero sigue charlando: Bob Dylan, Leonard Cohen, La noche del 10, el vino, Discépolo y otros temas discurren mientras la tarde cae por el ventanal y la plazoleta de Tirso de Molina se va llenando de bebedores de cerveza.
A pocos metros de donde se vendieron los móviles que hicieron detonar la estación Atocha, Joaquín Sabina come una paella con Jimena. Está en la vereda, en su barrio de siempre: Tirso de Molina, casi al límite de Lavapiés. Entre el desfile de inmigrantes africanos, cada tanto se cuela un español. Las calles multicolores de Tirso de Molina tienen esos encantadores rasgos babélicos. Nadie reconoce a Sabina; y si lo reconocen, la cosa no pasa de un saludo gentil pero distante, cero invasivo. Estamos en Madrid, son casi las cuatro de la tarde y Jimena —su mujer, una peruana joven y simpatiquísima que le lleva la agenda, la carrera y, parece, la vida— propone: “En una hora en casa, ¿si?”.
La casa queda en la calle Relatores, a cuatro cuadras del boliche de la paella. Uno podría suponer —por las letras de las canciones, por declaraciones periodística o por puro prejuicio— que la casa de Sabina sería despojada, que correspondería a la idea de que cuanto menos se tiene más libre se es. Error: el piso de ese edificio construido en 1920 es lo más parecido al piso de un profesor de literatura. Miles y miles de libros (”la última vez que los conté había doce mil”, dirá), decenas de objetos antiguos (lámparas, muñecas, sillones, maniquíes) y fotografías con famosos por todos lados como si fuera —tal vez lo sea— un entusiasta cholulo. Sabina joven, con sombrero bombín, Sabina viejo, en escenarios, en fiestas, con Silvio Rodríguez, con Zapatero, con García Márquez, con Aristarain, con Fito Páez, con Charly García, con Ana Belén, con Pablo Milanés, con Serrat, con los príncipes Felipe y Leticia…
En otra sala hay un billar, en otra “un ordenador” y, más allá, un cuartucho acústicamente aislado que sirve de pequeña sala de ensayo. El piso es grande pero está colapsado. “Al final pudimos comprar el apartamento de arriba. Está en obra, ¿quieres verlo?”, invita Jimena. En la puerta de madera que da al palier perduran marcas de golpes con el taco de un zapato de una fan argentina demencial, que una noche quiso entrar a la fuerza.
Al rato, la entrevista. Como atrincherado, Joaquín Sabina se ubica en un sillón, se sirve un violento vaso de whisky, enciende el primero de los varios cigarrillos negros que fumará, sonríe y dice: “Tú dirás”.
Siempre pensé que eras un tipo de andar con lo menos posible. Con una valijita. Una especie de beatnik.
Lo fui durante mucho tiempo. Pero desde que vivo aquí, hace ya 16 años, empecé a juntar cosas. Estar rodeado de libros me ha gustado siempre. Pero antes mi vida era bien desorganizada: cambiaba de casas y los dejaba olvidados. En una época leía un libro, lo terminaba y lo tiraba por la ventana. Na da que ver con este acumulador. De hecho, me compré el piso de arriba por los libros.
En los últimos años se te ve más conectado con la literatura.
Sí, bueno, escribí una colección de sonetos y me hice de muchos amigos escritores. Y los escritores son muy bibliotecarios, hablan todo el tiempo de primeras ediciones y esas cosas. Y yo para joderlos he comprado primeras ediciones.
¿Qué rincón de la biblioteca frecuentás más?
Ahí, donde está mi César Vallejo del alma. Lo releo todo el tiempo. La semana pasada conseguí en un anticuario de Lima una edición de Los heraldos negros, de la que se hicieron nada más que 500 ejemplares, todos firmados por él.
Fetichista total, se le ilumina la mirada cuando habla de ciertos libros. Muestra otro rincón, el argentino. Hay una mezcla feroz: libros de Neustadt y de Lanata, mucho Borges, Gelman, Valdano. Y su mayor orgullo: “Raúl González Tuñón. Todos esos libros de Tuñón los compré en la calle Florida. Casi tengo que pedir una carretilla. Hasta me dio un poco de vergüenza porque, además, estaban baratísimos”.
De la cocina llega un maullido agudo: la gata de la casa, Judas, tuvo cría hace una semana; Elvis, el macho, angora, se desliza con sigilo entre estantes. Hay algo borgeano en la imagen de ese gato en esa biblioteca. “Ibamos a regalar los cachorros, pero ahora estamos dudando. Nos encariñamos”, dice Sabina.
Tienes 57. Después del problema que tuviste, ¿empezaste a ver las cosas de otro modo?
Sí, claro. Dejé la coca y regresé a la actividad con cierta cautela. Estuve cuatro años sin tocar. Ahora estoy muchísimo mejor. Pero igual pienso en la muerte. Desde niño, la muerte me da pavor. Por otra parte, en nuestros países los muertos y los moribundos cantan mejor que los vivos. Es el único modo que tengo de explicar el lío que se armó en la Argentina.
¿Cómo es eso?
Bueno, los moribundos cantan mejor. Igual mi relación con la Argentina es muy fuerte. Yo no quería tocar en estadio. Los dos shows en la Bomboneras me parecen un disparate. No quería tocar en un sitio grande dos días seguidos. Me da miedo, mucho miedo. Pero bueno, ya estoy metido en el lío. Ocurre que cuando vi que se vendió tan pronto la primera Bombonera, pensé que había más gente que me quería ver y que esa gente merecía mi esfuerzo.
¿Tanto más dificil es actuar en un estadio?
Sí, la presión es más grande, uno tiene un poco que sobreactuar. Tenés que dejar la piel. Y dos días seguidos se hace duro.
¿Es tan como decís tu relación con Buenos Aires? Siempre eres sospechoso de demagógico.
Es así. Cuando la conocí fue como haber conocido la ciudad de mis sueños: llena de cafés, de librerías abiertas toda la noche, de minifaldas. Conté muchas veces que saliendo de algo muy parecido a un burdel a las seis de la mañana, me tomé un taxi y el taxista era un estudioso de la teología de la liberación… Eso es Buenos Aires para mí.
¿Te interesan las críticas?
Mucho
¿Lees las buenas y las malas?
Las buenas las leo por arriba; las malas, con mucha atención. Trato de ver si tienen razón y si tienen razón… me cago en su puta madre.
“Alivio de Luto” fue el disco de tu recuperación… ¿De qué van las nuevas canciones?
Son más de carretera. Cuentan más historias, son menos introvertidas. Están escritas en mitad de una gira de 100 conciertos. No tienen el reposo de las de Alivio de luto. Son más frescas, más vivas.
¿Creés que te estás debiendo “el” disco?
Sí, sí. Será el próximo… o va a tardar mucho. Me falta el disco brillante. Como fue el Mediterráneo de Serrat, que todas las canciones eran buenísimas. También fantaseo con hacer una comedia musi cal. Reúne tres cosas que me gustan: el espectáculo en sí, contar una buena historia y la música.
Hay una película, “Afterlife”, en la que la gente tenía que elegir un único recuerdo para llevarse a la eternidad después de muerta. ¿Cuál elegirías?
Lo tengo clarísimo. La primera vez que salí de mi pueblo, llegué a Granada y me dieron una llave. Me la dio la dueña de la pensión. Una llave. Es decir: podía volver a la hora que quisiera. No estaba mi padre para vigilarme. Tenía 17 años. Era pleno franquismo y mi padre era comisario de policía.
Una pregunta doble: ¿por cuál canción pensás que te van a recordar y por cuál te gustaría que te recuerden?
Yo siempre he fantaseado con que me tocaran las orquestas, las orquestas de baile, de pueblo. Y eso me ha pasado sólo con una: Y nos dieron las diez. Y lo otro… Me gustaría que me recuerden por Corre dijo la tortuga.
¿Por qué?
Fue la canción preferida de mis hijas, Carmela y Rocío, cuando eran pequeñas.
Suena el timbre, aparece Jimena, Elvis se despereza y Joaquín Sabina -voz pastosa, risa guarra, vaso en mano- va hacia la puerta. Es el cartero, que quiere un autográfo para quién sabe quién. Sabina firma resignado y aprovecha para dar por terminada la entrevista. Pero sigue charlando: Bob Dylan, Leonard Cohen, La noche del 10, el vino, Discépolo y otros temas discurren mientras la tarde cae por el ventanal y la plazoleta de Tirso de Molina se va llenando de bebedores de cerveza.
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